miércoles, 30 de junio de 2060

Francia hacia el siglo XVIII

En este periodo, Francia intentó imponerse a las demás naciones del continente y constituyó el más claro ejemplo de las monarquías absolutas. El reinado de Luis XIV apoyó su autoridad en la idea de que gobernaba por mandato divino y, por tanto, era el supremo soberano de toda la nación, lo que le permitió ejercer todos los poderes sin limitación alguna: hacer leyes, impartir justicia, controlar la religión del pueblo y promover la cultura, siempre y cuando no afectara los intereses del Estado. Sus sucesores, Luis XV y Luis XVI, gobernaron con la misma idea durante el siglo XVIII.

Hace unos trescientos años se pensaba en Europa que las personas que no tenían instrucción vivían en la ignorancia, como si vivieran a ciegas, en la oscuridad. En cambio de una persona que tiene instrucción, que es culta y capaz de razonar adecuadamente, se dice que es "ilustrada". La palabra ilustración quiere decir "educación".

Las ideas de los ilustrados ingleses se difundieron ampliamente en Francia. El barón de Montesquieu, un escritor francés, publicó un libro llamado Del espíritu de las leyes. En él aseguraba que el pueblo, y no los reyes, es el único que tiene derecho a gobernar.

Otro pensador francés, Juan Jacobo Rosseau, escribió El contrato social, libro en el que presenta una organización social basada en un contrato entre las personas. Esto quiere decir que todas las personas que vivieran en un determinado lugar debían llegar a un acuerdo o contrato para definir qué estaba permitido y qué estaba prohibido en la comunidad.

Rousseau y otros escritores tuvieron la idea de reunir en una sola obra todo el conjunto de conocimientos humanos, para apoyar su proyecto de educación.

A esta obra se le conoce como La Enciclopedia; algunos de sus autores son (además de Rousseau y Montesquieu) Diderot, D'Alembert y Voltaire, quien también escribió El siglo de Luis XIV, un libro en el que expone cuáles eran los problemas originados por el despotismo de los reyes franceses.

Del hecho de que todos los seres humanos pertenezcamos a la misma especie, los pensadores de la Ilustración concluyeron que todas las personas son iguales, y que nadie tenía por qué imponer a otros formas injustas de gobierno.

Dado que el gobierno requiere necesariamente de leyes, los ilustrados afirmaron que estas leyes debían establecerlas el pueblo de acuerdo con principios completamente democráticos.

Muchos se oponían a las ideas de los pensadores de la Ilustración, sobre todo en Francia, donde los reyes afirmaban que el propio Dios los había autorizado para gobernar, y que –en consecuencia– nadie debía interferir en su gobierno. A esta forma de gobernar se le conoce como despotismo.

Los reyes franceses cometían muchas injusticias contra el pueblo: a muchos los mantenían en la esclavitud, y muchísimos más no tenían lo suficiente para comer.

Por su parte, los burgueses (comerciantes, industriales y banqueros) querían el establecimiento de una monarquía constitucional, que además les permitiera participar en el manejo del país. En los estados absolutistas el único que podía decidir era el rey, y en Francia los únicos que podían ocupar cargos importantes en el gobierno, en el ejército o en la Iglesia, eran los nobles.

Cuando Luis XVI subió al trono, en 1774, el país estaba en pésimas condiciones económicas. Las causas de esta situación fueron el despilfarro de la corte, los gastos de la guerra de los Siete Años y el apoyo que se le dio a los Estados Unidos de Norteamérica para lograr su independencia.

Luis XVI intentó resolver el problema nombrando a nuevos ministros de Hacienda, pero las medidas que propusieron afectaban a las clases privilegiadas y por ello fueron destituidos.

Para 1789 la situación del pueblo francés era intolerable, ya que una racha de malas cosechas y un invierno muy duro sumió aún más en la miseria a la población, ya de por sí empobrecida.

Ante esta situación de desigualdad social, económica y política, el tercer estado, encabezado por los burgueses, solicitó que se convocara a los Estados Generales, que era la asamblea de representantes de los tres estados y que no se habían reunido desde 1614.

El rey accedió, pues esperaba que estos representantes propusieran soluciones para los problemas financieros del país. De este modo, el 5 de mayo de 1789 se inauguró la asamblea de los Estados Generales.

Sin embargo, las cosas no resultaron bien para nadie. Los tres estados querían una Constitución y garantías para la libertad individual y el pensamiento.

Pero el tercer estado quería la abolición de la monarquía absoluta, reformas en el gobierno y la sociedad. El primer y el segundo estados no querían perder sus privilegios.

Al no resolver el conflicto que se generó, el tercer estado, que representaba a 96% de la población, decidió separarse y se declaró Asamblea Nacional.

El clero los apoyó y entonces el rey mandó cerrar el salón de actos. Los representantes decidieron reunirse en un edificio llamado el Juego de Pelota y juraron no separarse mientras no quedara establecida la Constitución del Reino.

Más adelante, el rey ordenó que el primer y segundo Estados se sumaran a los trabajos del tercero.